En un destartalado local pintado de amarillo donde cerraba sus puertas el negocio El Pollo Farsante, un letrero de “Se arrienda” fue el reto para convertirse en dueños de un bar. La sociedad se llamó primero Gato con Longaniza, porque Trujo no le daba mucho tiempo al invento. Pero abrieron el 17 de abril de 1990 como El Guanábano, y desde ese día cambió la historia de sus vidas y también la del parque. De ese encuentro de amigos para beber en santa paz, surgió un abrevadero masivo, que de escurrir botellas mutó en “un remanso de respeto y tolerancia”.
La historia la escribió Guillermo Cardona en su crónica “Emborrachémonos muchachos”, publicada en Universo Centro en abril de 2010, como homenaje a los fundadores de El Guanábano “que deben seguir tomando trago en otras dimensiones”. Al fondo del bar, por una estrecha escalera en espiral, en el segundo piso está el “antro de redacción”, desde donde gravita Universo Centro.
El espacio es un reciclaje estético elaborado con chécheres de la calle, tres computadores, alcancías de marrano, un mapamundi, Van Gogh o El cuervo de Allan Poe.
En su primera entrega, Universo Centro se fue de empelotada general en la portada y promisión de buena lectura como incorregible obligación.
Cada mes se atraviesa “La pauta de Babilonia” y empieza la brega por cubrir costos de impresión y página web.
Son 101 ediciones con piezas de antología como el perfil de Andrés Caicedo titulado El tartamudo genial, escrito por Gustavo Álvarez Gardeazábal; las primeras fiestas de narcos en Medellín contadas por el nadaísta Eduardo Escobar, o Querido Jesús, de Anamaría Bedoya, sobre Jesús María Valle y sus batallas en Ituango. Un reencuentro de voces que escuchan y hablan al país desde sus heridas abiertas o sus ausencias vivas.
El único columnista es Elkin Obregón, con repentismo de caricaturista y “caído del zarzo”, no pueden faltar las fotos de Juan Fernando Ospina. En cien números para coleccionistas, cualquier antología es arbitraria. La semblanza de Vicente Mejía, el cura que levantó a Medellín en los basureros, de Oscar Calvo Isaza...
“Parecía un espejismo, o una alucinación, para decirlo con una palabra más acorde”, apuntan sus gestores al aceptar su premio de montaña en el número 100. Y conservados en los mejores alcoholes, como admite John Jaramillo en su texto Bares, Estado y urbe, llevan con orgullo la marca de El Guanábano, que no cerró la barra ni en los tiempos canallas de los carros bomba. Saben que vender pauta es más difícil que expender aguardiente, pero por fortuna cargan el maletín para blindar esa causa, y la de asumir que lo suyo es “cualquier cosa, menos quietos”.
La historia la escribió Guillermo Cardona en su crónica “Emborrachémonos muchachos”, publicada en Universo Centro en abril de 2010, como homenaje a los fundadores de El Guanábano “que deben seguir tomando trago en otras dimensiones”. Al fondo del bar, por una estrecha escalera en espiral, en el segundo piso está el “antro de redacción”, desde donde gravita Universo Centro.
El espacio es un reciclaje estético elaborado con chécheres de la calle, tres computadores, alcancías de marrano, un mapamundi, Van Gogh o El cuervo de Allan Poe.
En su primera entrega, Universo Centro se fue de empelotada general en la portada y promisión de buena lectura como incorregible obligación.
Cada mes se atraviesa “La pauta de Babilonia” y empieza la brega por cubrir costos de impresión y página web.
Son 101 ediciones con piezas de antología como el perfil de Andrés Caicedo titulado El tartamudo genial, escrito por Gustavo Álvarez Gardeazábal; las primeras fiestas de narcos en Medellín contadas por el nadaísta Eduardo Escobar, o Querido Jesús, de Anamaría Bedoya, sobre Jesús María Valle y sus batallas en Ituango. Un reencuentro de voces que escuchan y hablan al país desde sus heridas abiertas o sus ausencias vivas.
El único columnista es Elkin Obregón, con repentismo de caricaturista y “caído del zarzo”, no pueden faltar las fotos de Juan Fernando Ospina. En cien números para coleccionistas, cualquier antología es arbitraria. La semblanza de Vicente Mejía, el cura que levantó a Medellín en los basureros, de Oscar Calvo Isaza...
“Parecía un espejismo, o una alucinación, para decirlo con una palabra más acorde”, apuntan sus gestores al aceptar su premio de montaña en el número 100. Y conservados en los mejores alcoholes, como admite John Jaramillo en su texto Bares, Estado y urbe, llevan con orgullo la marca de El Guanábano, que no cerró la barra ni en los tiempos canallas de los carros bomba. Saben que vender pauta es más difícil que expender aguardiente, pero por fortuna cargan el maletín para blindar esa causa, y la de asumir que lo suyo es “cualquier cosa, menos quietos”.
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